Juego*/Tzuyuki Romero
Un viernes para morirse encontré a
Martincito en el chat. Me encantó que fuera argentino y estuviera a punto de
mudarse a México por la joda en su país. Veintiún años, sólo cinco menos que
yo. En ese momento creí que sería apetitoso.
Le pregunté por su
aspecto con la idea de que los argentinos son muy atractivos. Respondió:
moreno, ojos cafés, cabello negro, 1.71, delgado. Nada del otro mundo, pero si
era caliente, qué importaba.
“Soy un comelón. Te
lamería todita”, escribió una vez y yo entonces me toqué la entrepierna
pensando en su lengua complaciente, en la verguita palpitante. Si por el
chat me ponía tan cachonda, ¿cómo sería
teniéndolo junto a mí?
Juan apareció en la casa a las nueve. Le
preparé cualquier cosa y vimos un rato la televisión. Me dio un beso y subió a
acostarse. Yo tuve que meterme dos dedos en el baño pensando en Martín. Alguna
ocasión, en uno de sus mails calentones, Martín escribió: “Hoy pensé en ti y el
cabezón se puso tre-men-do”. Mi imaginación volaba. ¿De verdad estaría tan bien
dotado?
Le
gustaba la música de Illya Kuriaki. Demasiado alocada para mí. Juan y yo no
pasamos del estilo “adulto contemporáneo”. Me contó de los kolla y me pregunté
qué se sentiría coger con un indio argentino. Además, el pibe era amante de la
cerveza. Me contó que después de seis Quilmes se perdía (más fácil
desinhibirnos así, pensé). En su casa, los asados significaban borrachera.
Besos borrachos, qué delicia. No probaba de esos desde la universidad. Ah, qué
tiempos aquellos. Besos etílicos y cachondos. Qué distinto sería el argentinito
de mi Juan, tan cuidadoso en su forma de
beber.
Por
fin, en un correo me avisó la fecha de su llegada. Ahora sí iba a experimentar
las posiciones que recomienda la Cosmo: las tijeras, pierna al hombro, la
carretilla y la ranita. Con Martín pensaba gritar como nunca había gritado con
mi marido. No le mencioné que era
casada; inventé que tenía novio, por si un día se le ofrecía un trío.
Nunca había engañado a Juan, siempre nos
habíamos tenido mucha confianza. Compartíamos todo, no me ocultaba cuánto
ganaba, él sabía dónde estaban los papeles importantes, yo conocía la clave de
su tarjeta, hasta compartíamos nuestras contraseñas del correo; vamos,
detallitos que uno podría llamar personales. Hablábamos siempre de las cosas de
la oficina, pero de mis necesidades no porque siempre llegaba cansado; me veía cachonda,
deseosa, acariciándome las tetas y él como si nada. Cuando quería aplicar los
consejos de mis revistas no lograba ponerlo a tono y me dejaba con las ganas.
Llegué a sentirme como un mueble. A veces he llegado a preguntarme si ya no le
gusto, o si no le gustan, en general, las mujeres, porque nunca lo he visto
coquetear con alguna, verles las nalgas a las que pasan por la calle. Me
agradaría mirarlo platicar con alguna, ver que le guiña el ojo. Eso me haría
sentir que tengo a un macho en casa, un tipo atractivo que es capaz de
levantarse a cualquier tipa. Pero, a pesar de su indiferencia consuetudinaria,
Juan es un esposo ejemplar.
El domingo anterior al encuentro estuve a
punto de cancelar los planes. En el desayuno, hablando de quién sabe qué, Juan
comparó a Pedro Infante con Carlos Gardel. Casi me infarto. ¿Sospecharía de mi
plan de aventura argentina? Pero no iba a echar a perder mi cálida cita con el
pibe. Juan estaría en la oficina y Martincito y yo con tiempo de sobra para experimentar.
Llegó el día. Compré la Cosmo en un puesto de los
portales. Llegué al McDonald’s diez para las cinco. Llevaba los zapatos de
punta, los más altos que tengo. Se me veían unas piernas de verdad excelsas. El
escote profundo le abriría el apetito. Antes de entrar al local sentí que mi
tanga ya estaba mojada. Encendí un cigarro y hojeé la revista. Pasó una hora.
Empecé a explorar con la mirada el lugar. Cualquier tipo, cualquier muchacho
que pudiera ser él me parecía encamable. Paré bien la oreja, quería detectar alguna
pista del acento argentino, pero los minutos seguían pasando y no aparecía.
Después de picotear la carne de la hamburguesa que pedí sólo para hacer tiempo,
me desesperé y me fui. El muy cabrón me
había dejado plantada y muy caliente.
En
la casa me conecté. No había mensaje de Martín, ninguna disculpa. No sé por qué
decidí cambiar mi contraseña, a veces no
es conveniente compartir todo y tener tanta confianza con tu pareja. Además, me
acordé del comentario de Juan respecto a Carlos Gardel. Me pareció que había
estado fuera de lugar y medio sospechoso. En el correo de mi marido había puros
asuntos de la oficina. Después de ver las vergas de algunos amiguitos por la
cam apagué la computadora y me fui a acostar. Juan, lo que nunca, llegó a eso
de las cuatro de la mañana, con unas copas encima y oliendo a jabón chiquito.
Ni tiempo tuve de reclamarle porque nunca hacía eso. Quitó las cobijas de un
jalón y me sorprendió desnuda. Sin decir agua va, me volteó y me dio con todo,
de una forma salvaje y deliciosa, hasta
que se cansó.
Al
otro día, en el desayuno, en vez de Juan, le dije Martín. Él sonrió y me dio un
beso largo.
*De Penumbra. ITC, 2012.
*De Penumbra. ITC, 2012.
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