El llanto de la mujer sin ojos*

Los autos pasaban veloces a ambos lados de la cuneta. Rocío estaba volteada hacia Apizaco, su mano derecha señalaba hacia el lado opuesto, tenía la otra debajo de ella. Parecía que observaba la escena con su rostro de lado, apoyado contra el pavimento. De ella sólo se alcanzaba a ver la cuenca de un ojo. Era como una muñeca con sus partes desarticuladas.
Habían pasado seis o siete minutos desde que tomó la decisión que la llevó hasta ahí. Estaba descalza. Un conductor se detuvo unos metros adelante para tratar de auxiliar. Las sirenas se escuchaban cada vez más cerca.
“Perdóname, mamá, es para no llorar más”, decía la nota que el equipo de periciales encontró en el bolsillo trasero del pantalón de mezclilla que Rocío se había puesto esa mañana para ir al mandado.

Hacía diez meses le había confesado a su mamá que estaba embarazada. Sí, era de Nacho y aunque su madre le había dicho siempre que ese hombre era un bueno para nada, Rocío estaba feliz con él pues se trataba de uno de los hombres más codiciados en la colonia, tal vez por los coches que a veces andaba trayendo, quizá porque siempre estaba metido en líos de los que salía de algún modo. A pesar de la tunda y de las maldiciones de su madre, Rocío no se fue de la casa, con los ojos anegados le dijo que de todos modos tendría al hijo y que buscaría un empleo. Le dieron ganas de ser niña de nuevo e irse con la abuela; sin embargo, al segundo mes de embarazo su madre ya hablaba con toda naturalidad del nieto y no hacía más reclamos. Pasaron tres meses, Rocío aún no le comunicaba la noticia a Ignacio. Su rutina continuó: se veían, hacían el amor en alguno de los coches que él había traído y luego dejaban de encontrarse por varios días pues él tenía que arreglar ciertos negocios.

Una vez, bajando la escalera del cuarto donde vivía, Rocío no se fijó en que aún le faltaba un escalón y cayó sentada, doblándose la pierna. Sintió una punzada en el estómago y ardor en la rodilla. Por sus ojos salieron unas lágrimas inoportunas pero ella se levantó, sacudió su ropa y siguió caminando. Por la tarde empezó a sentirse mal. Su madre la llevó a urgencias. La doctora dijo que no había latido pero Rocío no comprendió esas palabras. Cuando le hicieron el legrado, Rocío veía hacia el techo y más lágrimas súbitas inundaron sus ojos para ir a resbalar a los lados de su rostro. Cuando su madre la subió a un taxi y le preguntó si estaba bien, el llanto le lavó la cara.

Poco a poco Rocío regresó a los quehaceres, al mandado, a ayudar a su madre a vender comida. Ignacio se aparecía de vez en cuando por la colonia pero no pudo encontrarlo. Una tarde lo logró. Antes de que Rocío le dijera una palabra, Ignacio le dijo que dejara de buscarlo y que se iba; la policía lo andaba cazando por unos autos robados.
Rocío deambuló por la ciudad varias horas, el llanto era persistente. Al oscurecer, sus pasos mecánicos la llevaron a su colonia. Entró a la vecindad, subió al cuarto. Su madre la recibió a gritos y cachetadas. Pensé que te habías largado con ese idiota, le dijo. Rocío no discutió, siguió llorando durante varios días. Su vida continuó: iba al mercado, barría la casa, ayudaba a su madre a hacer y repartir comida. A veces, mientras hacía los quehaceres, las lágrimas salían como un torrente y sin avisar. Rocío ya ni siquiera sollozaba, nadie adivinaría que estaría llorando si la llegaban a ver de espaldas. En ocasiones, y como si nunca se hubiera aparecido, el llanto cesaba, pero de la misma forma volvía. Rocío podía estar platicando acerca de cualquier cosa y las lágrimas aparecían sin más.

Esa mañana el aire frío se colaba por las ventanas. El sol apenas se estaba desperezando, sería un día despejado. Rocío se levantó y se acomodó el cabello. Se puso un pantalón de mezclilla y una sudadera gris. Buscó a su madre en la cocina. La mujer le dictó la lista de las compras: dos kilos de jitomate, un kilo de chiles serranos, otro de cebolla. Rocío dobló el papel donde había escrito, lo metió en su bolsillo y salió de la casa. Podría tomar una combi para llegar al mercado o podría acortar si atravesaba la autopista. Decidió caminar. Otra vez las lágrimas torrenciales le nublaron la vista. Se limpió los ojos y continuó caminando. Había poca gente en la calle. Llegó a la orilla de la carretera. Volteó: no venía ningún auto. Quiso dar un paso, pero se detuvo. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón. Volteó otra vez hacia la izquierda. Se acercaba un camión de redilas. Si apuraba el paso le daría buen tiempo de atravesar. Esperó un poco, luego corrió. Un automovilista que pasó cerca llamó al cero sesenta y seis. Las sirenas ya se escuchaban a lo lejos.

Rocío quedó tirada a unos veinte metros de donde los peritos encontraron sus zapatos. Estaba volteada hacia Apizaco y su mano derecha señalaba hacia la izquierda. Su mejilla derecha estaba apoyada contra el pavimento, el otro lado de su rostro dejaba ver la cuenca oscura de un ojo que ya no podía llorar. Rocío era casi como una de esas muñecas a las que les sacaba los ojos cuando vivía en casa de la abuela.
En la nota no estaba la lista del mandado, sino una disculpa y el número de celular al que le marcaban a su mamá para encargarle comida.

*Flores Romero, Alba Tzuyuki (2010), en El llanto de la mujer sin ojos. México. Instituto Tlaxcalteca de Cultura.

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