Cambio*
Rayos, ¿por qué
se alargará tanto el camino? No, no se alarga, así le parece. Probablemente es
sólo cansancio. Rocío lleva lentes oscuros, blusa azul turquesa, pantalones
pegados y botas blancas hasta la rodilla. Su paso es firme. Hay que llegar a
casa. Hablará por teléfono, ¿con quién? Podría ser con Ricardo. No, no, no. Si
viene, va a causar un alboroto en la casa, a beberse el bar completo. Mejor hay
que hablarle a Martina y Samantha. Pero tendría que prepararles unas galletitas
con mermelada y agua de jamaica.
Rocío sigue andando. Intuye la
mirada de la gente que pasa junto a ella; cuando algún conductor voltea a verla
se da cuenta de inmediato. Es más, hasta las mujeres la ven.
De vez en cuando mira
los aparadores. Esos zapatos están bien, aunque quizá deberían ser más
puntiagudos. Piensa que hace tiempo se los habría comprado para usarlos en
alguna cena formal sin ningún problema; ahora, simplemente, le parecen
aburridos.
Ve su reloj. Son cuatro y media. Si
les marca ahora desde su celular, las tendrá en el departamento a las cinco,
cinco y cuarto. Hojearán revistas, se probarán mis zapatillas, sacarán mis
blusas y copiaran los modelos de mis vestidos, todo en la comodidad de la sala
y alumbradas por un par de lámparas. Sin
duda su departamento es un sitio acondicionado para disfrutar, para vivir. Por
cierto, hay que pasar a cobrarle a los de abajo. Ya deben dos meses de renta.
Atraviesa el parque. Una pareja
discute en una banca. Rocío ve cómo la muchacha se levanta. Sí, déjalo ahí
sentado. El muchacho agarra de la muñeca a la chica y, de un tirón, la vuelve a
sentar. Ni modo, qué se le va a hacer. Sigue caminando. Se siente molesta. Ah,
tal vez sea mejor no hablarle a Martina ni a Samantha, son tan ruidosas. Mejor
voy a zambullirme un rato en la alberca.
El sol llena de colores marrón la tarde. Rocío dudó un poco. Tal vez no
convenía meterse a la alberca. Con eso de que la temperatura baja mucho… Sí,
por supuesto que se lo habían dicho: este clima no sirve para darse el gusto de
tener una alberca. Pero, ¿y qué? El doctor había pedido cambios rotundos y ella
simplemente cumplía. Cabello teñido de violeta, ropa nueva, edificio nuevo,
vida nueva. Ahora ya no tiene que preocuparse por nada. Con lo que cobra por el
departamento del centro y por el edificio
vive con desahogo. Bueno, las cosas no pueden ser perfectas. Su sala huele a
humedad, de repente se filtra el agua.
Pero de eso no tiene la culpa. El ingeniero le había dicho que no habría
ningún problema. Lo demandará.
Al llegar a la puerta del edificio,
Rocío decide subir directo a su casa. Tal vez más tarde le cobrará a los de
abajo. Le urge ir a la habitación, sacar su traje de baño y meterse al agua.
Entra al cuarto se quita la mascada
y los lentes oscuros. Abre un cajón del closet, saca el traje color verde y
mientras se quita las botas y el pantalón ajustado, recuerda que no le gustaba
mostrar las piernas porque se le notaban los moretones. “La terapia durará tres
meses, tendrá que esforzarse, pero superará esa etapa indeseable. Bueno, por lo
menos aprenderá de la experiencia”, dijo
el doctor.
Sin
duda había perdido tiempo con el divorcio, luego el papeleo, después quitarle a
Jacobo el departamento del centro, lograr que pagara por daños y meterle la
denuncia por intento de asesinato, conseguir que también le diera el edificio.
Había que recuperar ese tiempo. Rocío interrumpe sus recuerdos y sale de la
habitación, sube la escalera de caracol y al llegar, se encuentra con su
maravilloso capricho: una piscina de tres por ocho metros y dos de profundidad
cubierta por láminas traslucidas de policarbonato por aquello del cambio de
temperaturas. Simplemente divina.
Se quita las sandalias, mete un pie en el agua y lo saca rápidamente.
Pero el valor es más fuerte y aunque hace frío se sumerge poco a poco. A través
del techo, ve el sol que se pierde en la tarde. Qué gran cambio. Había que
empezar de nuevo. Jacobo ya no está. Ya no le dice que es estúpida y fea,
siempre con su cantaleta de tienes cuerpo de tentación pero cara de
arrepentimiento. Ya no la golpea ni la humilla en las cenas de negocios a las
que tenía que acompañarlo. Se acabó. Fueron veintidós años de martirio y diez
tratando de salir del hoyo, ese tiempo no regresará. Ya no hay niños por los
cuales tenía que aguantarse y soportar degradaciones, esos niños han crecido y
ya no tienen que ver a mamá con lentes de sol mientras preparaba la comida. Uno
se fue a estudiar lejos, hizo su propia vida, regresó, lleva un buen matrimonio
y tiene dos hijas lindas… La otra también se sacó un diez con su marido, es tan
guapo pero tan alocado.
Suena el teléfono. Rocío sabe que
son Martina y Samantha, sus nietas. Han de querer venir a darse un remojón. ¿No
que la abuela está loca por tener una alberca?
*Flores Romero, Alba Tzuyuki (2013), Penumbra, en Premios Estatales de Literatura Tlaxcala 2011. Cuento/Poesía. México. Instituto Tlaxcalteca de Cultura.
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