Fidelidad felina
Sebastián se encaramó sobre los libros que Julieta tenía apilados en la silla, se inclinó, estirando la columna vertebral pero con los cuartos traseros bien plantados sobre la enciclopedia hispánica, todo con tal de meter la cabeza en la bolsa de whiskas que su dueña había dejado supuestamente fuera de su alcance. Logrado su propósito, comió algunas croquetas pero se detuvo al sentir frío recorriéndole el lomo. Con cuidado, se incorporó y vio con su único ojo que entre la penumbra, la sombra de su dueña lo observaba.
Tal vez creyendo que se había hecho acreedor a una reprimenda, el gato bajó de un brinco y lambiscón, fue al encuentro de los tobillos de su dueña. Conforme se acercaba, titubeó un poco y quiso regresar a continuar su cena. Después de voltear un par de veces hacia la bolsa de alimento, continuó su lento avance al encuentro de Julieta. Ella se había ido. Cuando Sebastián llegó al lugar donde su dueña había estado parada, se sentó extrañado, movió la cola como asustándose una mosca y levantó su pata para lamerla. Desdeñado, se encaminó de nuevo a la bolsa de croquetas, volvió a encaramarse sobre los libros apilados y metió la cabeza en la bolsa para continuar comiendo. Cuando se sintió satisfecho fue a acostarse en su canasto, debajo del escritorio. Un sueño apacible empezó a apoderarse de él hasta que escuchó que la puerta principal se abría. Soñoliento, saltó fuera del canasto y con paso perezoso subió las escaleras que lo llevaban a la sala, se sentó en el primer escalón y fue a ver quién era. Tenía por costumbre acercarse a la puerta para recibir a quien entrara a la casa.
Ella entró, jaló la puerta y sin ver a su mascota, caminó rumbo a la sala. Se detuvo en seco en medio del sofá y la mesa de centro, y como si hubiera olvidado algo, giró y bajó al estudio. Fue hacia la bolsa de whiskas, tomo un puñado y las puso en el plato, luego, desganada, se alejó y subió a su habitación.
Sebastián miró el alimento. Había comido demasiado. Fue al sofá de la sala, lo mulló y se enroscó a dormir.
El sol empezaba a colarse por la ventana. El gato entreabrió su ojo sano y comprobó que tanta luz no le gustaba. Bajó del sillón y fue a tomar agua a su cazo, pero junto a su plato de color amarillo, el cazo verde se hallaba vacío. Julieta probablemente se había olvidado.
Dio media vuelta y tuvo que rascar la puerta del baño para entrar y beber en el grifo del lavamanos. No había escuchado a su dueña alistarse para ir al trabajo, así que subió a su habitación, brincó sobre la cama y notó que la ventana estaba cerrada. Regresó entonces al baño de abajo y por la ventila se escabulló a la cochera. Buscó la sombra del auto de Julieta pero no estaba, así que Sebastián se fue a guarecer a un lado de la maceta con geranios medio secos.
El sonido de las croquetas sobre su plato era inconfundible, así como el caminar de su ama. Pero en ese momento, Sebastián abrió el ojo al escuchar el primero, nada más.
Se incorporó y entró a la casa nuevamente por la ventila. Bajó al estudio y vio a Julieta con el rabillo del ojo, mientras se dirigía a la cocina. Él fue directo al plato, olisqueó un poco pero, como recordando que ella se había metido en la cocina, fue hacia allá para ir en busca de un mejor bocado, tal vez un trozo de jamón o un pedazo de salchicha. Pero se quedó con las ganas, porque Julieta ni estaba sentada a la mesa, ni había dejado las cazuelas sobre la estufa, a su disposición.
Su dueña no había ido al super, no había comprado croquetas, olvidaba servirle agua. Las whiskas se estaban acabando. Sebastián parecía contrariado. Salió a buscar sobras con los vecinos, como hacía cuando era más joven.
A veces, al regresar a su hogar, con el ojo bueno creía verla entrar a la casa. Entonces, apuraba el paso, se escabullía por la ventila y esperaba que le sirviera croquetas. Ella metía la mano a la bolsa, la sacaba y acercaba su puño cerrado al plato de Sebastián. Siempre lo hacía y después se desaparecía rumbo a su cuarto. También, siempre, el gato se acercaba, olfateaba el plato y mejor daba media vuelta. A fin de cuentas ya había comido.
Las salidas se fueron haciendo frecuentes, a pesar de que tras aquella pelea con otro gato se había dejado tuerto y de que además, ya estaba viejo. Volvía a casa con la esperanza de que la bolsa vacía de alimento ya hubiera sido sustituida por una nueva. Pero no. Aunque la mujer se obstinaba en repetir el ritual de servirle comida.
Un día, cansado de su necia costumbre, Sebastián se obstinó en seguirla hasta su cuarto. La vio enfilarse hacia allí y con paso silencioso fue tras ella. Esperó el momento propicio y empezó a maullar. Al notar que su llamado no era atendido, saltó a la cama. No estaba. Molesto, bajó las escaleras y fue al estudio. Ahí la encontró. Metiendo la mano en la bolsa, sacándola y agachándose con el puño cerrado.
El ojo de Sebastián tal vez podía engañarlo, pero su oído era todavía muy bueno. Ninguna croqueta había hecho ruido al caer en el fondo del cazo.
El gato se acercó a su dueña, se frotó contra sus pantorrillas, esperó la caricia sobre el lomo pero ella no le puso atención y volvió a su cuarto.
La falta de croquetas ya no fue problema. Se resolvía porque el felino iba a mendigar donde los vecinos. Regresaba a casa sólo a dormir. Observaba el ritual de las croquetas inexistentes y buscaba caricias.
Se volvió un vago. La gente que rentó su casa lo veía de vez en cuando en la cochera, aunque a veces se metía por la ventila del baño.
Sus cazos fueron removidos por el señor que ocupó el estudio como bodega. Aún así, Julieta siempre regresaba a alimentarlo.
Sebastián la vio repetir aquello un par de años hasta que un día, siguiéndola rumbo a su habitación, él también se desvaneció en el umbral de la puerta.
Tal vez creyendo que se había hecho acreedor a una reprimenda, el gato bajó de un brinco y lambiscón, fue al encuentro de los tobillos de su dueña. Conforme se acercaba, titubeó un poco y quiso regresar a continuar su cena. Después de voltear un par de veces hacia la bolsa de alimento, continuó su lento avance al encuentro de Julieta. Ella se había ido. Cuando Sebastián llegó al lugar donde su dueña había estado parada, se sentó extrañado, movió la cola como asustándose una mosca y levantó su pata para lamerla. Desdeñado, se encaminó de nuevo a la bolsa de croquetas, volvió a encaramarse sobre los libros apilados y metió la cabeza en la bolsa para continuar comiendo. Cuando se sintió satisfecho fue a acostarse en su canasto, debajo del escritorio. Un sueño apacible empezó a apoderarse de él hasta que escuchó que la puerta principal se abría. Soñoliento, saltó fuera del canasto y con paso perezoso subió las escaleras que lo llevaban a la sala, se sentó en el primer escalón y fue a ver quién era. Tenía por costumbre acercarse a la puerta para recibir a quien entrara a la casa.
Ella entró, jaló la puerta y sin ver a su mascota, caminó rumbo a la sala. Se detuvo en seco en medio del sofá y la mesa de centro, y como si hubiera olvidado algo, giró y bajó al estudio. Fue hacia la bolsa de whiskas, tomo un puñado y las puso en el plato, luego, desganada, se alejó y subió a su habitación.
Sebastián miró el alimento. Había comido demasiado. Fue al sofá de la sala, lo mulló y se enroscó a dormir.
El sol empezaba a colarse por la ventana. El gato entreabrió su ojo sano y comprobó que tanta luz no le gustaba. Bajó del sillón y fue a tomar agua a su cazo, pero junto a su plato de color amarillo, el cazo verde se hallaba vacío. Julieta probablemente se había olvidado.
Dio media vuelta y tuvo que rascar la puerta del baño para entrar y beber en el grifo del lavamanos. No había escuchado a su dueña alistarse para ir al trabajo, así que subió a su habitación, brincó sobre la cama y notó que la ventana estaba cerrada. Regresó entonces al baño de abajo y por la ventila se escabulló a la cochera. Buscó la sombra del auto de Julieta pero no estaba, así que Sebastián se fue a guarecer a un lado de la maceta con geranios medio secos.
El sonido de las croquetas sobre su plato era inconfundible, así como el caminar de su ama. Pero en ese momento, Sebastián abrió el ojo al escuchar el primero, nada más.
Se incorporó y entró a la casa nuevamente por la ventila. Bajó al estudio y vio a Julieta con el rabillo del ojo, mientras se dirigía a la cocina. Él fue directo al plato, olisqueó un poco pero, como recordando que ella se había metido en la cocina, fue hacia allá para ir en busca de un mejor bocado, tal vez un trozo de jamón o un pedazo de salchicha. Pero se quedó con las ganas, porque Julieta ni estaba sentada a la mesa, ni había dejado las cazuelas sobre la estufa, a su disposición.
Su dueña no había ido al super, no había comprado croquetas, olvidaba servirle agua. Las whiskas se estaban acabando. Sebastián parecía contrariado. Salió a buscar sobras con los vecinos, como hacía cuando era más joven.
A veces, al regresar a su hogar, con el ojo bueno creía verla entrar a la casa. Entonces, apuraba el paso, se escabullía por la ventila y esperaba que le sirviera croquetas. Ella metía la mano a la bolsa, la sacaba y acercaba su puño cerrado al plato de Sebastián. Siempre lo hacía y después se desaparecía rumbo a su cuarto. También, siempre, el gato se acercaba, olfateaba el plato y mejor daba media vuelta. A fin de cuentas ya había comido.
Las salidas se fueron haciendo frecuentes, a pesar de que tras aquella pelea con otro gato se había dejado tuerto y de que además, ya estaba viejo. Volvía a casa con la esperanza de que la bolsa vacía de alimento ya hubiera sido sustituida por una nueva. Pero no. Aunque la mujer se obstinaba en repetir el ritual de servirle comida.
Un día, cansado de su necia costumbre, Sebastián se obstinó en seguirla hasta su cuarto. La vio enfilarse hacia allí y con paso silencioso fue tras ella. Esperó el momento propicio y empezó a maullar. Al notar que su llamado no era atendido, saltó a la cama. No estaba. Molesto, bajó las escaleras y fue al estudio. Ahí la encontró. Metiendo la mano en la bolsa, sacándola y agachándose con el puño cerrado.
El ojo de Sebastián tal vez podía engañarlo, pero su oído era todavía muy bueno. Ninguna croqueta había hecho ruido al caer en el fondo del cazo.
El gato se acercó a su dueña, se frotó contra sus pantorrillas, esperó la caricia sobre el lomo pero ella no le puso atención y volvió a su cuarto.
La falta de croquetas ya no fue problema. Se resolvía porque el felino iba a mendigar donde los vecinos. Regresaba a casa sólo a dormir. Observaba el ritual de las croquetas inexistentes y buscaba caricias.
Se volvió un vago. La gente que rentó su casa lo veía de vez en cuando en la cochera, aunque a veces se metía por la ventila del baño.
Sus cazos fueron removidos por el señor que ocupó el estudio como bodega. Aún así, Julieta siempre regresaba a alimentarlo.
Sebastián la vio repetir aquello un par de años hasta que un día, siguiéndola rumbo a su habitación, él también se desvaneció en el umbral de la puerta.
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Gracias por compartir.
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