Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río. Sosegadamente miremos su curso y aprendamos que la vida pasa, y no tenemos las manos enlazadas. (Enlacemos las manos.) Luego pensemos, niños adultos, que la vida pasa y no queda, nada deja y nunca vuelve; va hacia un mar que está lejos, cerca ya del Hado, más lejos que los dioses. Soltémonos las manos, pues no vale la pena cansarnos. Gocemos o no gocemos, pasamos como el río. Más vale saber pasar silenciosamente y sin grandes desasosiegos. Sin amores, ni odios, ni pasiones que alzan la voz, ni envidias, dan harto movimiento a los ojos, ni cuidados, pues si los tuviese el río igual correría y siempre iría a dar al mar. Amémonos tranquilamente, pensando que podríamos, si quisieramos, cambiar besos y abrazos y caricias, pero que más vale estar sentados uno junto a otro oyendo correr el río y viéndolo. Recojamos flores, tómalas tú y póntelas en el regazo y que su perfume suavice el momento— este momento en que sosegadamente en nada creemo...